No me gusta hablar de mí en exceso, y mucho menos para elevarme moralmente sobre los demás. Y entenderá enseguida, estimado lector, por qué lo digo. Es cierto que la cultura cincela el alma, pero la hace opaca, compleja, a veces biliosa y amarga; no necesariamente la hace “mejor” o más bella, pero sí más interesante y profunda. No sabría decir qué vidas considero más plenas, si aquéllas que transcurren ignorantes de sí mismas y en perpetua acción, o por el contrario esas otras que detienen su paso y observan en derredor, tratando de comprender. Depende de los casos. La erudición y la creación rara vez van de la mano… pero ni siquiera me refiero a eso: ¿la naturaleza basta?, ¿es suficiente con una existencia ajena al pensamiento abstracto o al perfeccionamiento intelectual y anímico? Con probabilidad esas preguntas carecen de sentido, porque los humanos no hacemos más que desarrollar lo que llevamos dentro, urgidos por necesidades inconscientes y arrebatos pueriles que nos definen hasta el tuétano. Como bien decía mi adorado Rust Cohle: “Each stilled body so certain they were more than the sum of their urges, all the useless spinning, tired mind, collision of desire and ignorance”. A medida que me hago mayor, voy dándome cuenta de dos hechos melancólicos: que nuestra existencia parece transcurrir en un carril preestablecido y que el tiempo se nos viene encima, violento e implacable. ¿No siente usted lo mismo?ἀπογυμνοῦν αὐτὰ καὶ τὴν εὐτέλειαν αὐτῶν καθορᾶν
καὶ τὴν ἱστορίαν ἐφ̓ ᾗ σεμνύνεται περιαιρεῖν.
Decía que no
hallará en mí un sujeto moral imitable, ni lo pretendo. Es más, la misma idea
me pone incómodo. Me cabrea. No busque en mí a una vedette de red social que juzga y sentencia sobre la base de
principios políticos, éticos y estéticos: no hago proselitismo animalista o
libertario de ninguna clase, ni pongo a parir o ensalzo a golpe de clic. Quien
desee saber lo que opino sobre la vida, el amor y el dinero, que me invite a
unas cervezas y mientras me patina el acento debido al líquido elemento,
entenderá por qué servidor no es quién para juzgar.
A menudo hallo
defensores de la libertad con alma de dictador, y personajes broncos con alma
de poeta. Y he visto algunos falsos rebeldes que venderían a su madre por
convertirse en inquisidores y verdugos. No, amigos míos, a mí ya no me engañan esas almas torcidas. Prefiero mil veces a los
héroes duros, fieros y sin embargo tiernos y filosóficos de las novelas hard-boiled y el cine negro clásico,
antes que a esos buenistas de biblia y revólver de la Posmodernidad. Al menos
aquéllos eran más humanos y honestos, luchadores natos en un mundo repleto de
malvados y ególatras. Antihéroes defectuosos; seres humanos vivos.
Sé muy bien lo que
hace falta para triunfar socialmente: es cuestión de actitud, amigos y peloteo.
Lo he visto en mi experiencia laboral y en mi vida diaria. He grabado a sus
protagonistas a cámara lenta, cual periodista maquiavélico infiltrado en una
casa de putas, y he rebobinado la cinta innumerables veces, con el propósito de
aprender qués y porqués. Y en todas las ocasiones me he observado —experiencia
extracorpórea donde las haya—, frente a largometrajes de terror y grotescas comedias
de situación. Por eso me he puesto un traje de tejido aislante y he pospuesto
indefinidamente mi progreso mundano. Me dan repelús los andrajos humanos, pero
entre usted y yo, me fascina el halo escatológico que desprenden.
A muchas personas
les resulta fácil describirse: “soy de derechas/izquierdas; soy ateo; soy
cristiano; soy del Atlético de Madrid; soy feminista; soy, soy, soy.” Pues
bien, cuando pienso en mí sólo puedo argumentarme desde la energía que
desprendo y mi vocación: escribir,
pintar, pensar, soñar, sentir, crear. No soy capaz de “creer” en el sentido
lato del palabro. He visto y pensado demasiado: “no tengo ideología porque tengo biblioteca”. La autodefinición es autodefensa; supone elegir la tribu a
la que quieres pertenecer y a quién rindes pleitesía, y por eso prefiero los
movimientos de resistencia a los ejércitos, los anarcas a los
anarquistas y los artistas solitarios a los militantes. No, de nuevo no me
dejo engañar: sólo me interesa lo que usted sabe
hacer y lo que de hecho hace, no
sus pensamientos a medio construir, vertidos en gratuitos arranques de bilis. Tampoco me hieren las “ideas” de nadie, porque a menudo —tanto las buenas como las a priori “detestables”— son el
perfecto producto de nuestras inclinaciones naturales y defectos, y no de lógos pensante alguno. Y por eso me
resisto a fascinar y que me fascinen de esa manera.
Piensen por un momento en la “política” (por poner un
ejemplo que a todo el mundo excita y del que todo el mundo parece extraer una
conclusión), y desvincúlense por unos instantes de su lado primitivo, animal y
“sentimental”: ¿qué importan sus discursos, sus bellas o feas palabras o sus
caretos?, ¿qué más da lo que digan o cómo lo digan? Lo único que cuenta es que ese funcionario público cumpla con su
trabajo con rapidez, eficacia y diligencia, mejorando su economía, la economía
de todos. Y sin embargo, como predadores de sabana que somos, nos fijamos
antes en la estética que en la ética, ignorando el contenido.
Siempre he pensado que buena parte de la maldad humana
proviene del mutis colectivo con el
que nos protegemos los unos a los otros; en otras palabras, con frecuencia lo
malévolo que hay en nosotros deviene del silencio consciente o inconsciente con
el que encubrimos los pecados propios y los ajenos (piensen por un momento en
la corrupción, la guerra, el terrorismo o el incesto… o sin ir más lejos en los
lameculos y los trepadores de su ámbito laboral asalariado). He tenido la
oportunidad, en fin, de conocer a muchísimos ejemplares de una catadura moral e
intelectual paupérrima, que juntándose con otros cabestros, justificaban sus
estupideces y su bajuna condición, aludiendo directamente a “sus amigos”. Dicho
en román paladino: “soy gilipollas pero tengo muchos colegas que me defienden y
se parecen a mí”. Tengo cientos, miles
de ejemplos en mente que acuchillan mi magín día y noche, debido a las
especiales características de mi memoria, que actúa como un panel digital y un
pozo sin fondo, privándome del reposo del que gozan los idiotas.
Algo anda mal. No en este siglo (es más, probablemente el
actual siglo XXI sea uno de los mejores y más interesantes periodos de andadura
humana sobre la Tierra, al menos en Occidente), no en nuestro país o nuestro
entorno. En nosotros. Somos los
trocitos de una especie revoltosa, degenerada y perturbada; seres lastrados por
una dimensión colectiva que nos aboca a cometer atrocidades y estupideces, cuya
única salida, entrada y “progreso” en este mundo se canalizan paradójicamente a
través de la soledad y la individualidad: el arte, la generosidad, la libertad
y la creación son buenos ejemplos.
Amigo mío, cobíjese en su soledad y convierta su cuerpo y
su alma en obras de arte. Lo demás no es sino un añadido engañoso.
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