Ser
padre es, con mucho, la actividad más tortuosa y compleja a la que debe enfrentarse
el ser humano, y por eso debo confesarle, amigo lector, que no sé si seré capaz
de estar a la altura. Soy un tipo impaciente, seco, malencarado, arrogante y
volcánico. Pero sé de muchos que de tanto alardear de ser superpapás, han
acabado por hacer el ridículo.
Hoy
toca hacer examen de conciencia, comenzando desde el principio: ese pequeñuelo nuestro
traerá consigo una enigmática realidad que no podemos prever ni controlar, pese
a nuestros vanos esfuerzos. En ese misterioso ser que concebimos o adoptamos,
depositaremos nuestras esperanzas presentes y sueños rotos, tratando de
determinar el rumbo de su conciencia en ciernes; de nosotros y del futuro
carácter del nasciturus dependerá que
nuestro empeño obtenga un fruto dulce o amargo. Puede que nuestra esperanza embarranque
en la tiranía del “tú debes” (hacer, no hacer, trabajar o estudiar), o puede
que si disponemos del talento, las ganas y la fortuna necesarias, nuestro
retoño consiga convertirse en una persona digna, valiente, fuerte y educada. ¿O
acaso nos da igual eso?
Para
la burguesía posmoderna la finalidad de la educación no radica en las
habilidades y características que desarrollará el jovenzuelo, sino en el
estatus socio-económico que adquirirá durante su vida adulta. Así, la progenie de
las clases media-altas y altas debería reunir ciertos requisitos: una educación
universitaria cum laude que le
permita acceder a un mercado laboral especializado y que le garantice el acceso
a un nivel económico netamente superior al de las subclases obreras —perezosas
y rudas por naturaleza—; mantenerse en forma haciendo ejercicio y comer sano, y
por último pero no menos importante, procurarse una esfera social adecuada a su
susodicha grada social. La perfección, o
sea.
Huelga
decir que la prole de semejante despropósito neoburgués adquirirá un ego
inflado, de esos que se lo merecen todo por el mero hecho de haber nacido, así
como un ánimo lánguido y una petulancia cortados por ese mismo patrón que guía
la permisividad de sus papás. Recuerdo una ocasión en que la esquizofrénica
mamá de un retoño al que tutorizaba me aseguró que su vástago debía ir a la
universidad “porque su familia siempre había ido a la universidad”. Como es
natural, la estrecha conciencia de mami no podía tolerar que su retoño quedara
al margen de su orbe social. ¿Qué diría a sus amistades y familiares si su hijo
no estaba a la altura?, ¿que sería un fracasado condenado a desempeñar trabajos
de baja estofa durante el resto de su vida? Nada, nada: si su retoño no era
capaz de concentrarse, estudiar, escribir, calcular, leer, comprender,
representar, pensar y crear, se debía a que los profesores, incapaces de
empatizar con su natural timidez, no alcanzaban a penetrar en su prístina alma.
Pobrecito.
Obviamente,
aquí no hablamos de educar a personas que
sean, sino que aparenten ser. A los
papis no les interesa tanto que su hijo adquiera conocimientos y habilidades concretos,
como que se posicione como Dios manda en el escalafón; y si para ello deben
amargar u hostigar al profesor de turno, sea.
Da lo mismo que mi Vanesita y mi Luisito no sepan hacer la o con un canuto, porque
por mis cojones u ovarios que aprobarán e irán a la universidad… En mi memoria
se agolpan docenas de historias de madres y padres revoltosos, criticones,
protestones, maleducados, ignorantes y bajunos, cuyos retoños constituyen una fiel
copia de ellos mismos; y los maestros deben vérselas diariamente con estultos de semejante catadura moral, no conviene olvidarlo; unos maestros asfixiados
por un sistema hiperburocratizado y kafkiano, al socaire de reformas
reformadas, enclavados en una guerra fronteriza que ya nadie recuerda. Siempre
ha sido así, claro, pero en los últimos años nuestros educadores están
perdiendo un arma fundamental: su autoridad.
La
última polémica educativa radica en la siguiente estupidez: ¿deberes sí o
deberes no? Y heme aquí, amigo lector, haciendo un ejercicio de contención para
evitar proferir los epítetos que a mi perverso magín acuden prestos. ¡Mírelas
bien! Cientos de familias burquesas ocupan las calles para forzar a esos sucios
profesores a que respeten el ocio de sus hijos, ahogados en la vorágine y el
estrés que supone elaborar inútiles comentarios de texto, leer libros
(¡horror!), realizar ininteligibles operaciones matemáticas y confeccionar
proyectos de investigación escasamente creativos.
Mi
infancia, como la de muchos otros compañeros de generación, fue mucho más
sencilla: estudiábamos u holgazaneábamos, ergo aprobábamos o suspendíamos,
jugábamos (en la calle o en casa), imaginábamos… y hacíamos deberes. A mis
padres ni se les pasaba por la cabeza cuestionar la autoridad de mis
profesores, hasta el punto de que cuando un zagal metía la pata en la escuela
(por ejemplo, llamando “hijoputa” al maestro), se le aplicaba un cachetón
correctivo y después sus padres corroboraban la adecuada reacción con otro aún
más contundente. Sí, sí, como lo oye, amigo lector: se le daba una hostia al niño, es decir, se aplicaba en el
pequeñuelo un arranque de violencia controlada cuyo mensaje rezaba tal que así:
“existe una esfera exterior, ajena y superior a ti, y si te portas como un tonto
sufrirás las consecuencias”. Pero en los míseros y prefabricados tiempos que
corren cualquier ataque al individuo (particularmente a nuestros impolutos,
honestos y educados retoños), se considera intolerable, impropio, terrible e injusto.
¡Cómo osan, esos zarrapastrosos profesores!… El mundo al revés: ahora son los
papás los que acuden raudos a demandar explicaciones al profesorado ante
cualquier atentado contra su prole: ¿por qué mi hijo ha suspendido, si estudia
un montón?, ¿por qué se le castiga, si me ha dicho a mí que se porta
requetebién?, ¿por qué no le pasáis de curso, si él o ella se lo merece?
Normalmente no personalizo
mis invectivas, pero esta vez haré una excepción: la CEAPA, la Confederación Española de Asociaciones de Padres y Madres del Alumnado, se ha portado como una
asociación integrada por imbéciles[1],
ignorantes[2]
e incultos[3]
papás, dispuestos a desproveer a los maestros de la poca autoridad de la que
aún gozan. Y yo, que no soy educador, me permito la osadía de enunciar lo que
pienso sin restricciones. De cara a la pared pondría yo a esos protopijos posmodernos.
Y con orejas de burro. Que conste que no estoy de acuerdo con que nuestros
amiguitos sean aplastados con una carga de deberes excesiva durante la
Educación Secundaria Obligatoria (que no en el Bachillerato, donde creo que la
dedicación al estudio debería empezar a ser más seria y continuada), pero no se
trata de eso, sino de defender un principio elemental: el respeto a la autoridad, a aquellos que saben más que tú y que se
afanan día a día en formarse y formar a otros (también en la ética del
esfuerzo). Desconociendo este venerable y vetusto principio, acabaremos
educando a monstruitos irresponsables e inconscientes de sí mismos, de sus
carencias y defectos. Nuestros hijos no son perfectos ni lo serán nunca, y en
buena lógica deben ser aleccionados y guiados en un mundo del que ignoran
prácticamente todo.
Ya basta de que madres y
padres se entrometan en el trabajo de los profesores, incluso en el caso
hipotético de que sus hijos hayan sido objeto de una injusticia real. La vida es dura, señoras y señores: yo
lo he tenido que sufrir innumerables veces en mis propias carnes. Papi y mami
no estarán siempre ahí para defendernos, así que debemos apechugar y seguir
adelante. En nuestro camino nos toparemos con profesores buenos y malos: falsos
e hipócritas que ignoran a sus pupilos e incompetentes que les amargan la vida,
pero también excelentes profesionales que les iluminan. En cualquier
caso, unos y otros aportan su particular granito de arena en el desarrollo
vital del retoño.
Enumera el ridículo cartel de la CEAPA algunas actividades alternativas: hablar de derechos y obligaciones
o de violencia de género, preparar una nueva receta de cocina o tomar una
decisión familiar juntos… En fin, semejante cúmulo de despropósitos ha llevado
a la comunidad educativa a expresarse con vehemencia, asemejándose a los
trescientos espartanos que defendieron el angosto paso de las Termópilas frente
a una grey de bárbaros y esclavos. Bien,
permítanme que me una a la lucha.
En efecto, el sistema
educativo debe evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos; y si se me
pregunta en qué dirección, recomendaría algunas interesantes charlas de los
ponentes de TED, que denuncian las carencias, incoherencias y paradojas del mismo, anquilosado aún en un obtuso esquema dictado por la revolución
industrial decimonónica: los ingenieros y científicos son superiores a los
artistas, humanistas y deportistas de toda condición, y lo importante no es
tanto la interiorización de la capacidad aprendida, como el hecho de alcanzar
un aprobado aritmético que les permita acceder a un mercado laboral mecánico y
desalmado. ¿Y qué podríamos hacer
para cambiar las cosas? Pues podríamos empezar por ensanchar los estrechos
ámbitos de la escuela, acercándola a la realidad de la vida diaria: a los
museos y la universidad, al gran abanico de deportes que existe (hay vida más
allá del fútbol), a los conservatorios y al tejido empresarial. Pero para ello
tendríamos que involucrar a muchos más profesionales, ampliando generosamente
el presupuesto en educación… Ya puedo ver a esos políticos semianalfabetos
mirando hacia otro lado, silbando.
Esto decía Fátima Javier,
una educadora, en una red social:
“Hagan huelga, por favor, para que de una vez por todas se prohíba que cada partido político que alcanza el poder cambie de sistema educativo y vuelva loco a docentes y alumnos. Hagan huelga, les ruego, para que en este país nuestro tan extravagante suban el PIB del 4% al 8 %, que es lo que hacen en los países nórdicos como Finlandia, pues invertir dinero es hacerlo en calidad educativa. Hagan huelga, les pido, para que se cubran las bajas de los maestros cuando nos ponemos enfermos y así no haya que repartir alumnos/as por todas las clases, con la sobrecarga educativa que eso supone. Hagan huelga, les suplico, para que las aulas estén dotadas de material tecnológico adecuado, pues de cada diez sólo dos disponen de pizarras digitales y (oh) maravillas tecnológicas que usamos en las casas con naturalidad, como ordenadores y tablets. La pizarra verde y la tiza tiene una estética romántica adorable, pero queda obsoleta en relación a cómo avanza nuestro mundo. Hagan huelga, les reclamo, para que en las clases de lugares como Andalucía no se asen de calor los niños y niñas, pues muchas aulas no disponen de aire acondicionado y lo pasan realmente mal. Hagan huelga, les solicito, para que la ratio, que es la relación numérica entre alumnos/as y profesor/a, sea de quince niños y no de veinticinco y que se instaure de manera eficaz la figura del maestro de apoyo, tan necesaria para el avance del alumnado con dificultad. Y si hacen huelga por todo eso, entonces para mí tendrá sentido lo de los deberes y podré reconciliarme con la idea de que el maestro en España es valorado”.
A
todos se nos llena la boca con términos como “creatividad”, ¿pero acaso no es
hipocresía lo que motiva este vacuo terminismo? Afrontémoslo: nuestros hijos no
tienen por qué ser Cezannes, Einsteins, Bécquers o Prousts. Y hablo
exclusivamente del campo de las Humanidades, en el que dispongo de cierto
criterio. Decía que su hijo no tiene por qué ser un genio creativo, ni falta
que le hace; antes al contrario, lo que corresponde a su tierna edad es que
colme esa alma suya en ciernes con conocimientos y experiencias, y que, de
paso, desarrolle sus capacidades básicas; me refiero, por sólo citar algunos
ejemplos, a la memoria, el cálculo, la concentración, la comprensión lectora, la
caligrafía, la ortografía, el deporte y las técnicas artísticas. Para llevar a
buen puerto este objetivo se me ocurren muy pocas cosas: que lea mucho, que
escriba mucho, que practique mucho y que indague mucho (por su cuenta y bajo la
atenta mirada de sus maestros). La creatividad literaria, filosófica o
artística, debe promoverse, qué duda cabe, pero me temo que la personita en
cuestión debe adquirir primero una base técnica (que no erudita) suficiente, lo
mismo que bagaje. Sólo un genio literario y filosófico sería capaz de generar
una obra maestra antes de los veinticinco años. Las Humanidades necesitan de un
despliegue intelectual y anímico tal, que mejor será que nos olvidemos de
depositar nuestras esperanzas en engendrar un Gabriel García Márquez; la
floración de semejantes portentos corresponde en exclusiva al misterio de la
naturaleza. Su hijo o hija, estimado lector, debe afanarse en aprender y
divertirse.
En
relación a la rama de Humanidades en el Bachillerato, me temo que no gozamos de
un futuro halagüeño. España es un país que desprecia a sus académicos y
artistas por el mero hecho de serlo, y por si fuera poco, nuestros humanistas
están siendo educados en centros universitarios escasamente dotados y
especializados. Al Bachillerato de Humanidades acuden los desahuciados, los
desmotivados, los desordenados, los desperezados y los despistados. Ante un
cuadro, bostezan; ante una obra literaria, dejan caer los párpados; y sobre una
obra filosófica, duermen plácidamente. A raíz de estas cándidas reacciones, los
maestros suelen torturarse en la intimidad del hogar: ¿será mi culpa?, ¿valdré
para esto?, ¿qué podría hacer para motivarles? La única respuesta que me viene
a la mente es seguid ahí, dando
guerra. Expandiendo las estrechas fronteras de esos cenutrios en miniatura. Los
humanistas por vocación somos muy pocos; el resto se encontró con la filología,
la filosofía o el arte por aburrimiento o debido a su natural carencia de
solidez intelectual (al fin y al cabo, se les venden unas ciencias humanas
caricaturizadas, desprovistas de su verdadera grandeza y complejidad). Al
amparo de polvorientos departamentos universitarios y empresas culturetas del
todo a cien vagabundean los que sobrevivieron a la quema; meros empollones de
once sobre diez que supieron ocultar sus defectos con una memoria
devora-apuntes, afanados en torcer el futuro de todos aquellos que realmente
albergan una vocación por las letras y las artes. Pero esa es otra batalla en
la que prometo mantenerme firme; en otra ocasión hablaré de ella.
En
cuanto al uso de las nuevas tecnologías en las aulas, me aparto del discurso de
la mencionada pedagoga. Pero antes de continuar, permítame algunos apuntes
previos: tengo un ordenador en las manos desde principios de los años noventa y
he asistido a la anábasis informática desde el origen de su propagación masiva;
confié en Internet para desarrollar mis proyectos académicos, y uno de mis
primeros sueldos fue invertido en un pretérito ordenador portátil. Manejo miles
de fuentes digitales y mi base de datos académica se lleva un buen número de gigabytes. Permanezco atento a las plataformas
virtuales, las redes sociales, los videojuegos y los metaversos. Y actualmente
trabajo en la integración de las nuevas tecnologías en el sector editorial. Y a
pesar de todo, amigo lector, dudo de que a una personita de doce, trece o
catorce años, le sirva de mucho que le regalen un bólido cuando aún no sabe manejar
una bicicleta. Lo que corresponde a los niños es aprender a utilizar sus manos
para abrir y cerrar libros, garabatear papeles y perderse en museos,
bibliotecas, monumentos y escenarios varios. Deben sentir el ámbito que les rodea, y una vez hayan experimentado con
sus propios miembros toda esa sucia materia prima, entonces y sólo entonces,
deberían elevar su nivel de abstracción y empezar a manejar tabletas y
ordenadores para el desarrollo de sus actividades académicas. Con esto no digo
que los niños deban abstenerse de utilizar las nuevas tecnologías a diario,
pero en lo que a la escuela se refiere, y por mi propia experiencia pedagógica
con adolescentes, puedo afirmar que no les está siendo útil por razones que
todo el mundo puede comprender: para editar textos y materiales audiovisuales,
una persona debe gozar de unos conocimientos informáticos previos (si se quiere
trabajar rápida y eficazmente, pilares básicos de la computación cuya
inobservancia invalidaría la aplicación misma de la tecnología), conocimientos
que, en general, no se les están brindando en el ámbito educativo, afanado en
aplicar porque sí las mencionadas modernuras. Además, el aprendiz debería
poseer una experiencia previa con el soporte papel: márgenes, tamaños de letra,
párrafos, estilo, textura, pulso, ritmo… Una vez superada esta etapa será capaz
de valorar y utilizar correctamente los aparatos digitales. Esa legión de estudiantes
de Secundaria analfabetos frente a frías pantallas digitales no constituye un
espectáculo edificante.
Una
generación de pésimos padres está ahogando el futuro de sus hijos con una
constante e insoportable injerencia en su vida social y privada; nosotros, los
cachorros de los años setenta y ochenta, lo mismo que las generaciones
anteriores, jugábamos durante horas y horas con nuestros coleguillas (sí, a pesar de la horrible carga de deberes con la que nos torturaban); ahora los
zagales agotan sus existencias en interminables actividades extraescolares, ¡no
vaya a ser que molesten en exceso a sus progenitores! Mi carcajada, en fin, es
análoga a la del espartiata Pausanias (Historia,
IX, 82) cuando se mofaba de la suntuosidad y ostentosidad persas, en contraste
con la vencedora austeridad lacedemonia. A nuestros hijos no les vendría mal un
baño de humildad, sufrimiento y escasez para mejorar. La abundancia, como bien
reflexionaba el bueno de Heródoto por boca de atenienses y espartanos, no produce
sino egos leves y capacidades creativas mermadas. De hecho, nada me haría más
feliz que alguno de esos países que con intolerable arrogancia tachamos de “tercermundistas”,
tomara el relevo de nuestra hegemonía cultural. Nos lo mereceríamos.
De
nuevo, gracias por su atención, amigo lector.
No hay comentarios:
Publicar un comentario